Lo que tienen en común una botella de Fanta, los campos de concentración, la “figura” y un halago a destiempo
por Mercedes Balarezo
La antigua botella de Fanta tenía una superficie rolliza, como si varios anillos de vidrio se hubieran colocado uno encima del otro, generando una textura rugosa con sucesión de curvas apretadas una debajo de la otra. Cuando era niña, en mi casa era tabú tomar esas bebidas “llenas de colorantes y azúcar” -así me explicaban mis padres su política antigaseosa. Pero, por supuesto, conocía la forma característica de la botella. Hace poco, una amiga me preguntó ¿te acuerdas del profesor que nos decía que parecemos botella de Fanta? Dentro de mí se hizo el silencio…
A partir de esa pregunta, tuve el impulso inmediato de hacer una irónica colección tipo “top 5” de las observaciones que profesores de danza han hecho sobre mi cuerpo, en forma de creativas analogías o simples insultos. Pero fuera de broma, decidí describir tres momentos clave durante mi formación profesional en la danza, que moldearon mi conducta en relación a mi autoimagen. No, porque sean los únicos. Si no porque la razón de su profunda incidencia es que no vinieron de bohemios trasnochados con delirios de grandeza, sino de docentes que admiro y respeto como profesionales y artistas. Voy a abrir esta “caja de Pandora” para sacar estos casos de lo anecdótico y dejar un escrito como testamento de las prácticas autodestructivas a las que llegué como resultado de una discriminación sistémica gordo-odiante que caló profundamente en mi psiquis. Para luego, dar paso a una reflexión desde el ejercicio pedagógico.
Usaré la propuesta que hace la investigadora estadounidense Brené Brown (2007) en su libro I thought it was just me but it isn´t (Pensé que era solo yo, pero no), para guiarme en el proceso de entender el fenómeno que opera en estas anécdotas. Brown es una eminencia en el estudio de la vulnerabilidad y la vergüenza y como resultado de su investigación, ha desarrollado una teoría en la que habla de cuatro elementos de la resiliencia ante la vergüenza. De estos, tomaré uno: el pensamiento crítico. He trabajado anteriormente con estos elementos en el desarrollo del trabajo coreográfico que fue estrenado a finales del 2020 en Helsinki “Untitled ritual: A memorial for my lost fat” (Ritual sin título: Una conmemoración a mi grasa perdida). Los retomo ahora en este texto, dado que fueron faroles de entendimiento que alumbraron mi camino hacia la creación de un solo que parte de una profunda sensación de vergüenza, soledad e impotencia.
Volviendo a la pregunta de mi amiga, no solo no he olvidado el comentario, me acuerdo exactamente el lugar, la ropa que traía puesta y la posición en la que estaba cuando se me dijo que parezco botella de Fanta. El profesor que yo recuerdo no es el mismo al que mi amiga se refería, lo cual deja ver que era un dicho bastante usado en el medio. No solo no he olvidado el comentario, sino que, por muchos años, ha sido lo primero en lo que pienso al verme al espejo. Esos rollitos en la botella de Fanta se volvieron mi pesadilla y verlos en mi cuerpo, la más grande fuente de vergüenza.
Para cuando inicié mis estudios de danza contemporánea, a los 16 años, ya el mundo me había dicho gorda de mil maneras: la maldición de ser adolescente en el inicio de los 2000s. La gordura era un tema que estaba a flor de piel y me preocupaba, pero aún no calaba profundidades. Sin embargo, cuando en el aprendizaje de danza (un contexto que yo admiraba) los docentes, en mal uso de su autoridad, emiten comentarios insultantes y discriminatorios en contra de las personas gordas, en mi mente empezó a cambiar algo. Comencé a sentir que ser gorda no es admisible en la danza. “Si eres gorda nadie te va a querer y no vas a poder bailar” parecía ser el subtexto de los comentarios y bromas que se soltaban con ligereza a diestra y siniestra. Y el terror total aparece cuando, en efecto, la mirada autorizada se voltea hacia a mí y el veredicto se escupe como dardo paralizante: TÚ, ¡GORDA!
Había que bajar de peso cueste lo que cueste.
En mi primera visita al nutricionista, sin lugar a cuestionamientos, se dio por sentado que si yo quería ser bailarina tenía que estar al límite posible de la delgadez. Al inicio, bajar de peso no fue tan difícil y a mi me gustaba lo que estaba logrando. Por primera vez en mi vida la gente hacía comentarios positivos sobre mi figura. Hasta que llegó ese punto en el que se vuelve muy difícil eliminar los kilos cercanos al “peso ideal” que la nutrióloga había puesto como meta. Entonces, me empecé a obsesionar y ya no tenía muy claro si bajaba de peso para bailar o bailaba para bajar de peso.
En medio de ese paisaje emocional, me mudé a México en busca de una educación profesional de calidad en danza contemporánea. Había encontrado un programa de estudios que sonaba prometedor y estaba muy motivada, dispuesta a hacer todo el esfuerzo necesario para desarrollar mi carrera artística. Pero la realidad es que, para ese entonces mi forma de alimentarme no era saludable y mi autoestima estaba susceptible y frágil.
Algunos meses después de mi inicio en esta escuela, un buen profesor de danza moderna, muy querido y respetado en el medio, al que yo admiraba mucho, dijo algo que me lanzó al abismo. Resulta que, una de mis compañeras era constantemente presionada por la escuela para que bajase de peso y el día en cuestión, este profesor le estaba haciendo la misma “sugerencia”. Ella le explicaba que, aunque estaba siguiendo la dieta que el nutriólogo le había dado, ya no bajaba más de peso y una epifanía cruel fue su respuesta. Le preguntó: “¿Usted ha visto algún gordo en los campos de concentración?” refiriéndose a los campos de concentración Nazis de la Segunda Guerra Mundial.
Ella negó con la cabeza.
Él: “Pues, si no se come, no se engorda”.
…
No pude ver cuál habría sido la reacción de mi amiga, ya no estaba prestando atención. No importaba que no me lo haya dicho directamente a mí, no importaba lo macabro de su ejemplo. Yo estaba sumida en un éxtasis perverso.
¡¿Cómo no había pensado en eso antes?!
¡Solo tengo que dejar de comer!
La soledad en la que se desarrollan estos trastornos nos lleva a hacer cosas desesperadas. En mis investigaciones por internet encontré los blogs llamados Ana y Mía. Les explico, Ana y Mía eran nombres código para Anorexia y Bulimia. En estos blogs, jóvenes, en su mayoría mujeres cisgénero, compartían trucos para dejar de comer, purgarse, ejercitarse compulsivamente y esconder sus trastornos alimenticios de su familia. Yo me daba cuenta del sinsentido que era leer esos blogs, comentar y preguntar por ese medio, pero era muy poderosa la satisfacción que sentía, al poder expresar mi terror a engordar y al comunicar mi frustración y soledad. Este hábito se volvió parte de mi bagaje de vergüenza. Ya no tenía solo vergüenza de ser gorda, también sentía vergüenza de no querer ser gorda y no tenía el valor de decírselo a nadie más que a esos entes anónimo en la web.
Un par de años más tarde en la misma escuela, tras la evaluación semestral nuestra profesora habló con cada una de las estudiantes del grupo sobre nuestras calificaciones. A mi me había ido bastante bien en casi todos los aspectos que ella calificaba. Desempeño en clase, bien; retención de correcciones, bien; desarrollo de la técnica, bien; actitud, bien; figura… “ahí no puedo mejorarte la nota”, me dijo. En mi cabeza comenzó a sonar un pitido agudo y ya no podía escuchar bien lo que estaba diciendo. Que si la dieta, que si el ejercicio, que si para bailar profesionalmente no sé qué, que si en comparación a tus compañeras no sé cómo, que si la estatura no sé cuánto…
¡Vergüenza!
¡Vergüenza!
¡Vergüenza!
En ese momento mi peso era el más bajo que había tenido en la vida. Mi profesora le había puesto un número a mi “figura”. Un número que no le hacía honor al esfuerzo patológico que yo hacía por estar lo más delgada posible. Todo lo que le siguió fue encontrar la forma de dejar de alimentarme. Un deslizar agridulce hacia un proyecto de autodestrucción silenciosa.
Medio año después, tenía 3 kilos menos. Pero también tenía mucha hambre, sed, palpitaciones, ataques de ira, constantes dolores de cabeza y sentía que me perdía entre los atracones, la depresión y la hambruna. En medio de la confusión de mis sentimientos encontrados, una de las directoras de la escuela me dijo:
“Te ves muy bien, Mercedes ¿qué estás haciendo?”
Tratando de contener las lágrimas de frustración, respondí mecánicamente: “Solo estoy haciendo Pilates”
Nadie se lo creyó. Era un secreto a voces.
“¡Por fin has logrado dominar tu hambre!” era la ovación en secreto.
De acuerdo a Brown (2007) la consciencia crítica es empoderadora cuando, no solo se reconoce que algo existe, sino que se examina por qué existe, cómo funciona, cómo impacta en la sociedad, y a quién beneficia (p.93). En este texto de breve formato no pretendo resolver una problemática tan compleja como la que estas anécdotas plantean. Sin embargo, estas preguntas me interpelan y quiero responderlas, en un ejercicio didáctico de desenredar las diferentes fuerzas que operan en esta historia. Viene de mi necesidad de dar un paso adelante y decir: esto me pasó a mí, me hizo daño y así es como lo entiendo en mi adultez y como lo abordo en mi práctica profesional.
Entonces, ¿qué tienen en común la botella de Fanta, la analogía de los campos de concentración, la baja calificación en “figura” y un halago a destiempo? ¿qué fenómeno se evidencia en estas historias?
- Existe una creencia de que para ser buena bailarina profesional hay que estar en un estado de extrema delgadez (uso el femenino porque este fenómeno se presenta especialmente de un sistema binario y heteronormativo).
- Existe la expectativa tácita de que todas las estudiantes se alineen a esa demanda y de que deben esforzarse por estar lo más delgadas posibles sin cuestionamientos.
- Existe una normalización de la discriminación y humillación pública en contra de las personas que no están en el extremo de la delgadez.
¿Por qué existe?
La explicación lógica para la perpetuación del mandato de extrema delgadez en la danza está relacionada con la creencia errónea de que el cuerpo delgado tiene más habilidad física, está en un mejor estado de entrenamiento y ha alcanzado un nivel más alto de disciplinamiento. Incluso se le considera moralmente más noble porque se “controla”. Pero hay otra razón que es más simple y poderosa, la estética. Debido a la constante exposición a un paisaje visual saturado de cuerpos jóvenes y delgados, terminamos por creer que únicamente el cuerpo delgado es bello. Es lo que vemos en todas las compañías élite de danza en el mundo. Tras esa mirada reduccionista que nos dicta que el arte debe ser bello, y que la belleza es exclusivamente juventud y delgadez, se esconde un sistema económico que se apresura en proveer a sus consumidores con lo que desean. Las compañías de danza, para estar al tope de su mercado, deben ofertar el producto que la audiencia pide: belleza hegemónica. Y las escuelas de danza quieren ser el surtidor de la materia prima de esas compañías.
¿Cómo funciona?
Es necesario aclarar que, frecuentemente, en la danza lo que se considera “gordura” está lejano del consenso médico sobre estándares de sobrepeso y obesidad (concepto que, además, está siendo cuestionado por diferentes movimientos como Health At Every Size -HAES- entre otres activistas). Es decir, en mi caso y otros que yo he presenciado, las personas que se tildan de gordas, ni siquiera tendrían un índice de masa corporal que las categorizaría como personas con sobrepeso. Pero, quizás, sí una distribución de grasa corporal diferente a la del biotipo hegemónico de belleza o simplemente no están “en los huesos”. Esto es importante recalcar, no para hacer ninguna distinción discriminatoria en contra de las personas diagnosticadas con sobrepeso u obesidad (mi intención no puede estar más alejada de eso) sino para dar cuenta de lo imposible de los estándares de delgadez que se promueven en algunas comunidades de danza. Yo no tengo la formación profesional para decir cuál es el peso ideal que cada persona debe tener para el mejor desempeño físico. Lo que sí puedo certificar desde mi vivencia es que, estar en el extremo posible de la delgadez no me hizo mejor artista, no me hizo más creativa, no me hizo mejor bailarina, no me hizo mejor persona. Sino todo lo contrario.
¿Quién se beneficia?
Los beneficiarios obvios del mandato de extrema delgadez son, por supuesto, la industria de la dieta, la industria de la “belleza” y la industria de la cirugía cosmética. Pero enfoquemos la atención en nuestra profesión y empecemos por analizar ¿quién no se beneficia? Obviamente no la persona que fue violentada, pero tampoco la persona que mal usó su autoridad como docente. Cuando se ejerce violencia las dos partes se perjudican, de diferente manera, pero ambas sufren un detrimento. Entonces, ¿serán beneficiadas las instituciones (escuelas de danza) que quieren labrar una imagen de clínica homogeneidad de cuerpos esbeltos para figurar como un ente efectivo en el disciplinamiento corporal?
La responsabilidad institucional en promover o tolerar mecanismos de disciplinamiento del cuerpo a través de violencia simbólica y discriminación es indiscutible. Un profesor solo se sentirá con autoridad para hacer semejantes observaciones si la institución en la que trabaja le permite ese tipo de coerción. Una escuela profesional es una institución autoridad de la danza ante los ojos inexpertos y vulnerables de un estudiante. La asimetría de poder entre la institución y yo era tal, que sentía que no podía más que someterme a sus prácticas si quería probar de los placeres de su cobijo.
…
Si has llegado hasta este punto entiendo que tienes interés en algún tipo de danza, quizás eres bailarine, coreógrafe, docente, investigadore, público conocedor o alguna combinación de las anteriores. Sea cual sea tu rol, tienes parte activa en esta dinámica y especialmente si trabajas con personas y tienes algún tipo de autoridad sobre sus cuerpos debes asumir tu responsabilidad. Por esta razón te invito a hacer un ejercicio. El primer paso es revisar tus privilegios, tus sistemas de creencias y valores. Hacer un repaso de cómo es tu acercamiento a esta problemática, si te afecta o no, si puedes ignorarla o no, sería muy útil para determinar tu nivel de privilegio. También es necesario revisar tu entendimiento ontológico de la danza y del cuerpo como su principal interés. Estate un tiempo con estas preguntas: ¿Qué es la danza para mi? ¿Tengo algún preconcepto de cómo debe ser el cuerpo de une artista de la danza? El siguiente paso es tomar una postura ante esta problemática que puedas defender con claridad y con argumentos.
Si eres un colega docente y tienes el lujo de ir mañana a impartir clase, mi sugerencia es, pregúntales a tus estudiantes: En su imaginario, ¿cómo debería ser el cuerpo de alguien que baila profesionalmente? ¿de dónde viene esa imagen que tienen? ¿cómo moldea su experiencia del cuerpo la imposición de cánones de belleza que responden a las tendencias del mercado? Además, preocúpate por si han sufrido discriminación y, por favor, no halagues la pérdida o ganancia de peso. Aprovecha la maravillosa oportunidad pedagógica de tener una conversación profunda, aunque probablemente incómoda, que les permita desarrollar lo propone Brown como antídoto a la cultura de la vergüenza: el pensamiento crítico.
Desde que empecé a dictar mis primeras clases de danza, sin experiencia y con cero conocimiento pedagógico, lo único que tenía claro era que no quería reproducir el trauma que a mí me habían implantado. Sin embargo, mi falla fue que no supe hacerlo frontalmente, como era necesario. Debido al doloroso bagaje emocional que esto representa para mí, no me había sido posible asumir una actitud realmente activista, desplazando así mi parte de responsabilidad. Estaba en un grave error dando por hecho que si yo no manejaba ese discurso en clase estaba contribuyendo suficientemente a la solución del problema. Como personas modeladoras de conducta, los docentes enseñamos más con el ejemplo que con palabras. Por esta razón abogo que es muy importante abrir un diálogo activo con nuestres estudiantes de la manera más transparente sobre este tema, para comunicar nuestra postura y las expectativas que tenemos sobre elles.
En mi historia, lo que tienen en común la botella de Fanta, los campos de concentración Nazis, la calificación a la “figura” y los halagos a la pérdida de peso, es que fueron detonantes y reforzadores de una potente sensación de vergüenza y desconexión. Vergüenza y desconexión que me hicieron tergiversar por completo lo que mi cuerpo percibe cuando tiene hambre. Hambre a la que he tenido que reaprender a atender como una sensación fisiológica saludable. Desmitificar la delgadez como sinónimo de valor moral y capacidad física se ha vuelto mi práctica diaria. Hasta hoy, tengo que hacer un gran esfuerzo cada día para recordarme que mi cuerpo está perfecto como es, cuando me alimento sanamente. Ahora sé y siento que nunca he parecido, ni pareceré una botella de Fanta, simplemente, porque soy cálida piel viva en movimiento. Hoy me siento sana y amada. Y si, hoy por hoy, en mi hambre, mando yo.
Referencias
Brown, B. (2007). I thought it was just me (but it isn’t). Gotham Books.
*Me encontré esta frase cuando investigaba el trabajo fotográfico de Sebastiao Salgado y la tomé prestada como título para un ejercicio coreográfico que hice basado en su obra en 2008, cuando estudiaba en la escuela que menciono en este texto. Esta frase fue recogida por Salvador de Madariaga quien asegura haberla escuchado de un jornalero en respuesta a un cacique que intentó comprar su voto.