Una tragicómica anécdota sobre calcetines y condones
por Mercedes Balarezo
En los últimos años se me ha hecho cada vez más difícil disfrutar de una clase de danza. Le echaba la culpa a la pedagogía, pues me había convencido de que mi interés por la enseñanza me estaba haciendo demasiado quisquillosa. Y es que, a partir de mis estudios en educación empecé a analizar críticamente los métodos, los contenidos, los estilos de enseñanza, la retroalimentación y el discurso que se maneja en cada clase de danza a la que iba. Esto ocupa bastante de mi energía y concentración durante el entrenamiento. Si escucho algo que considero profundamente problemático, me desconecto por completo de la clase y entro en un agotador círculo vicioso de críticas. Tras años de no encontrar la forma de canalizar estas emociones, experimenté una decaída en mi motivación e ilusión en la danza, el entrenamiento y la enseñanza.
En esta suerte de crisis me he sentido particularmente sola y me ha faltado una palabra de aliento desde la experiencia. Es fácil hablar de lo entusiasmada que una se siente por un nuevo interés, pero es algo más difícil hablar sobre la desmotivación, la frustración y la “pérdida del norte”. Con este texto quiero empezar una conversación sobre las cosas que uno experimenta como joven bailarín y profesor de danza que no necesariamente tienen lugar en el escenario ni en los libros de teoría pero que tienen una fuerte repercusión en la forma como se va madurando en esta profesión.
Lo que me está ayudando a reencontrar mi propósito en la danza es un profundo análisis acerca del tipo de contribución que quiero hacer y este texto es parte de este proceso. Voy a compartir mi reflexión crítica sobre una anécdota que ilustra cómo mensajes tóxicos se esconden como inocentes bromas en el día a día de la enseñanza de la danza. Y lo que esto nos revela sobre el uso de poder y la cultura de trabajo en nuestra profesión. ¡Bienvenides!
Cuando vivía en Quito, vino un bailarín mexicano a dar clase al grupo en el que yo, en ese entonces, bailaba. Nuestro entrenamiento era compartido, de forma que, tomando la clase había varias personas más de las que pertenecíamos al grupo. Este bailarín era muy joven e indudablemente talentoso. Su estilo de enseñanza era muy energético, pero se notaba que no tenía mucha experiencia. En su clase había mucho movimiento acrobático, fuerza y casi ninguna pausa. Hasta ahí todo bien. Cada persona tiene su ritmo y eso es parte de lo que se disfruta cuando se entrena con diferentes instructores. Pero no tomó mucho tiempo para que mi señal de alarma se encendiera.
En la primera clase, poco después de haber pasado el calentamiento, mientras rodábamos por el piso hacienda unas “diagonales” (como les decimos a los movimientos que se desplazan de un lado al otro del estudio), él joven profesor le dijo a alguno de los bailarines en tono de un inocente reclamo burlón: “hacer danza con calcetines es como tener sexo con condón”
…
¡¿qué dijo qué?!
…
Tuve que detenerme, ponerme inmediatamente de pie y buscar miradas aliadas. El resto de la gente seguía rodando por el piso hacienda el ejercicio y yo estaba interrumpiendo su paso. Quería ver si había alguien compartía mi indignación y disgusto. Pero nadie parecía haber escuchado nada fuera de lugar. Salí de la fila confundida, con ganas de decir algo, pero solo regresé al punto de inicio de la diagonal. No dije nada.
¡Cómo me arrepiento de no haber dicho nada!
Este hombre estaba diciendo que había que sacarse las medias porque esa era la manera correcta de hacer danza contemporánea. Creencia que es compartida por algunos profesores porque para acostumbrarse a bailar descalza en el escenario, hay que “hacer callo”. Pero ese no es mi problema, mi gran problema era que, al hacer esa analogía, lo que estaba implicando era que tener sexo con condón no es la manera correcta, buena, ni deseable de tener sexo.
¿De dónde viene mi descontento por este comentario? En mi experiencia, algunos hombres latinoamericanos (NO TODOS) no tienen ni usan condones. Ya sea sexo casual, ocasional o una relación de pareja larga. Simplemente, no están dispuestos a comprar y usar condones. A algunos no parece importarles el riesgo de embarazo, ni el contagio de ninguna enfermedad. Delegando así la responsabilidad de la contracepción a la mujer y la salud a la bondad de Dios. ¿Qué importa entonces? Parece que solo su placer inmediato. Si pensamos que Latinoamérica tiene la segunda cifra más alta de embarazos de mujeres entre 15 a 19 años del mundo (DW, 2021), entendemos la gravedad de este argumento traído a colación como una inocente pero peligrosa broma.
Con este contexto, el hecho de que un hombre muy joven y talentoso, a quien algunas de las mujeres jóvenes veían con admiración y quizás incluso con deseo, ocupe la plataforma que le da el ser instructor de una clase de danza para reproducir estos mensajes machistas es inaceptable. Fue un insulto que me golpeó como una cachetada y no dije nada, me lo tragué todito sin agua. Su propuesta de movimiento era físicamente desafiante, pero yo ya no podía concentrarme en su clase, ni sentía motivación por aprender nada ahí. Después de ese comentario le perdí respeto como artista y como profesional a esta persona.
Pensé mucho en esto y lo comenté con algunes de mis compañeres inmediatamente después de clase y en los días que siguieron. No me sorprendió que las personas que se identificara como hombres homosexuales no se hayan sentido tan insultados, asumía que, por no haber riesgo de embarazo en el mundo gay, este comentario no les aludía. Falla mía, porque por supuesto que el “sexo seguro” es una precaución que ocupa a todes, independientemente de la orientación sexual. Sin embargo, en ese entonces me llamó mucho más la atención que para la mayoría de las mujeres cisgénero con las que conversé, haya sido simplemente un chiste de mal gusto. Ese comentario se había pasado tres cuadras de ser que un chiste de mal gusto, pero en el momento no supe articularlo de una manera clara, ni siquiera para mí misma.
¡¿Por qué no dije nada en ese momento?!
En general, soy un poco lenta procesando respuestas agudas y precisas en ocasiones incómodas. Pero en esta ocasión, tuve miedo de ser percibida como “la aburrida feminista amargada que está señalando el mínimo detalle problemático” y temí no tener suficientes argumentos listos para el contraataque si la discusión se acaloraba. Al estar yo tan disgustada y sorprendida por el comentario no hubiera podido hacer una separación racional entre lo personal y lo profesional. Además, cuando noté que nadie registró el comentario como problemático, dudé si estaba exagerando. Ahora entiendo que no estaba exagerando en lo absoluto.
Como consecuencia, mi silencio desencadenó en que no pude terminar la semana de taller que tuvimos con esa persona. No fui a clase los últimos dos días mintiendo que estaba enferma. Quizás no fue del todo mentira, su comentario era infeccioso y yo al no saber canalizarlo, lo absorbí y me enfermé con él. Solo ahora escribiendo esto estoy deshaciendo ese nudo en la garganta. Y me sorprende el tiempo que me ha tomado hacer consciente cómo un comentario problemático puede arruinar mi proceso de experimentación y eventual aprendizaje. Además, de cómo esta reacción emocional se volvió tóxica al no ser expresada.
Como colega artista y profesora, lo más correcto hubiera sido acercarme a él al final de la clase y compartirle mi disgusto. Ni siquiera considero que haber señalado en público lo desatinado de su analogía hubiera sido productivo. Probablemente, al verse expuesto y con poco tiempo para reflexionar, él podría haber tomado una actitud defensiva y reaccionaria. Por supuesto estas son solo suposiciones, nunca sabré cómo él hubiera respondido. Pero de seguro, exponerle mis argumentos claramente, en calma y en privado nos hubiera permitido tener una conversación interesante.
Con mi silencio, le negué a él la oportunidad de reflexionar sobre la perpetuación de un mensaje machista que asomó escurridizamente disfrazado de broma. Y me negué a mí la oportunidad de ejercitar una comunicación asertiva, incluyente y empática sobre temáticas importantes que el feminismo quiere resaltar para resolver, pero que no siempre logramos comunicar de una manera con la cual nuestros pares no feminizados puedan relacionarse y conectarse.
Reflexionar sobre esta anécdota me ha hecho pensar mucho sobre la necesidad de revisar nuestros prejuicios y la cultura de trabajo que ejercitamos en la danza. Primero, cuando accedemos a diferentes plataformas de poder, como la de la enseñanza, es una responsabilidad fundamental revisar si estamos reproduciendo discursos discriminatorios. Porque al no hacerse conscientes, muy probablemente estos toman forma de bromas o comentarios sin importancia que perpetúan narrativas, por ejemplo, machistas, clasistas, racistas, homófobas, etc. No se trata de autocensurarse, más bien se trata de hacer espacio para una constante autoevaluación desde la autocompasión.
Segundo, quiero reflexionar en nuestra cultura de colegas profesores de la danza. ¿Qué pasa en la cultura de trabajo donde hay recelo de llamar la atención a un colega sin que se pueda dialogar abiertamente sobre un tema problemático? Nos invito a cultivar una atmósfera dónde no sea tabú señalar o cuestionar argumentos, ideas, concepciones teóricas o científicas sin que sea tomado como un ataque personal, sino por el contrario, como un acto de generosidad. Es imperante y urgente desarrollar una cultura pedagógica donde esta conversación esté direccionada hacia el desarrollo de nuestra práctica docente y que se encamine a formar artistas críticos, empoderados y bien informados. Que es lo que está, en última instancia, en el núcleo de la pedagogía del arte.
Volviendo al inicio, no es verdad que la pedagogía me ha vuelto melindrosa. Es que no puedo separar el pensamiento crítico de mi práctica creativa y de mi entrenamiento diario. Para mí, la danza nunca fue puro ejercicio físico, músculo y sudor. Para comprometerme y explorar necesito estimular tanto mi curiosidad corporal como la intelectual, alineados con valores base de igualdad, equidad y respeto. Exigencias que quiero trasmitir a mis estudiantes para que, a su vez, ellos exijan eso de sí mismos cuando les toque estar en la plataforma de la enseñanza, y ejerzan su práctica con responsabilidad, compasión y consciencia crítica.
*inmensa gratitud a mi amiga Daniela P. por el aporte de este aforismo al texto y a su madre por habérselo enseñado
Fuente
DW. (18 de 02 de 2021). DW. Obtenido de ONU: “El embarazo adolescente es una fábrica de pobres en América Latina”: https://www.dw.com/es/onu-el-embarazo-adolescente-es-una-f%C3%A1brica-de-pobres-en-am%C3%A9rica-latina/a-55569024